Beauty carries, 
hidden in its radiance,
the ache of departure:
a blossom leaning toward its own falling;
a note dissolving into nothingness.

The smile that arrives with tears. 
The contours becoming memory
even as our touch lifts away.
It is never only joy.
It is never only sorrow.

Beauty awakens us —
The heart startled open, 
the soul stirred from its slumber. 

To see beauty
is to be seen by it —
It is what the heart remembers
before there were names. 
It is the space that widens in us
until the world fits again.

What we see outside —
the curve of a river,
the last light slipping
from the evening hills —
echo of what waits within us,
asking us to recognize ourselves
in its vanishing.

Beauty does not linger
to be named or possessed.

The fading ripple 
as the water remembers its stillness. 

The mountain’s silence
is our silence, made visible.

We mistake beauty for what stays —
but what if beauty is what vanishes,
what leaves us standing at the threshold,
astonished,
in the departing face of the world.

Not by keeping beauty,
but by being kept
by its brief, eternal hand
are we changed.

And still, beauty returns —
each fading giving rise
to another form of grace.

If you lean close enough,
you will hear beauty whisper
that it was never the flower,
nor the mountain,
but the recognition in you —
awareness seeing itself seeing. 

And in this way, isn’t beauty everywhere? 
Beauty is not just the cloud
illuminated in its splendor,
but the shadow of that cloud
as it drifts over the earth;
the hanging blouse blowing in the breeze. 
the quiet after an argument left unfinished. 

And so the heart learns
what the eye already knows:
everything beautiful fades,
except for Beauty itself,
which walks beside us,
disguised as change,
teaching us
to fall in love
with the passing world.

La Forma de la Belleza

La belleza lleva,
oculto en su resplandor,
el dolor de la partida:
una flor inclinándose hacia su propia caída;
una nota disolviéndose en la nada.

La sonrisa que llega con lágrimas.
Los contornos volviéndose memoria
mientras nuestro tacto se desvanece.
Nunca es sólo alegría. 
Nunca es sólo tristeza.

La belleza nos despierta —
el corazón sorprendido al abrirse,
el alma removida de su sueño.

Ver la belleza
es ser visto por ella —
es lo que el corazón recuerda
antes de que existieran los nombres.
Es el espacio que se ensancha en nosotros
hasta que el mundo vuelve a caber.

Lo que vemos afuera —
la curva de un río,
la última luz deslizándose
por las colinas del atardecer —
eco de lo que espera dentro de nosotros,
pidiéndonos que nos reconozcamos
en su desvanecimiento.

La belleza no se demora
para ser nombrada o poseída.

La ondulación que se apaga
mientras el agua recuerda su quietud.

El silencio de la montaña
es nuestro silencio, hecho visible.

Confundimos la belleza con lo que permanece —
pero ¿y si la belleza es lo que desaparece,
lo que nos deja de pie en el umbral,
asombrados,
ante el rostro que se aleja del mundo?

No al retener la belleza,
sino al ser retenidos
por su breve mano eterna
somos transformados.

Y sin embargo, la belleza vuelve —
cada desvanecerse engendra
otra forma de gracia.

Si te inclinas lo suficiente,
oirás a la belleza susurrar
que nunca fue la flor,
ni la montaña,
sino el reconocimiento en ti —
la conciencia viéndose a sí misma ver.

Y de este modo, ¿no está la belleza en todas partes?
La belleza no es sólo la nube iluminada en su esplendor,
sino la sombra de esa nube
mientras deriva sobre la tierra;
la blusa colgante que ondea en la brisa;
el silencio tras una discusión, inconclusa.

Y así el corazón aprende
lo que el ojo ya sabe:
todo lo bello se desvanece,
excepto la Belleza misma,
que camina a nuestro lado,
disfrazada de cambio,
enseñándonos
a enamorarnos
del mundo que pasa.